La División Azul
Los últimos datos del paro han arrojado los peores
resultados desde el 2013, y como ya uno está harto de ver las “cumbres Sánchez
– Torra, harto de ver como este Gobierno hace toda clase de cambalaches, harto
de ver como nuestro “Presidente”, miente más que respira, y arto de ver cómo el
Gobierno de Izquierdas de turno, cuando las cosas viene mal dadas, que ocurre
siempre que ellos “Gobiernan”, termina por echarle la culpa a la herencia que
recibieron de Rajoy, de Aznar, de Franco y hasta del Cid Campeador, he decidido
escribir sobre uno de los hitos de la verdadera Memoria Histórica de España.
La División Azul.
La División Azul o
División 250,
El fenómeno de la División Azul, es, después del franquismo,
el hito más vilipendiado, denostado y criticado por la “progre
pseudo-intelectual” izquierda española
que, mostrando una gran de ignorancia sobre lo que aquello fue,
simplemente lo tacha como un batallón de “fascistas” que se fueron a Rusia a
defender a Hitler.
Y, sin embargo, la División fue más que eso, mucho más. Fue
el sueño de unos muchachos que se fueron a una guerra que no era la suya, a
luchar por la libertad de unos países que casi no aparecían en los mapas, Letonia,
Estonia, Lituania, países que sufrían bajo el yugo soviético, eso es lo que
ellos sabían. Fue el sueño de unos muchachos que se fueron a una guerra para liberar
al mundo del azote del comunismo. La calamidad del siglo XX. El sistema de
gobierno –léase dictadura- más vil, cruel, y criminal de todos los tiempos. La
calamidad más grande que ha azotado a la humanidad.
Ellos fueron un granito de arena en un desierto y perdieron
la guerra. Y la hubiesen perdido aunque Alemania la hubiese ganado, puesto que
lucharon por un ideal que no estaba en ninguno de los dos bandos. Un ideal que
no estaba en aquella guerra, un ideal
que quizás no esté en ninguna guerra.
Dice Tomás Salvador en su libro “división 250”: La DIVISION 250 estuvo en su día formada por
dieciocho mil hombres, mitad veteranos de nuestra guerra civil, mitad
muchachitos escasos de talla y estrechos de pecho, pero que allí ensancharon
sus pulmones y criaron margaritas en el pubis; falangistas y no falangistas,
universitarios y gañanes, soldados, idealistas y sinvergüenzas –que de todo
hubo en la viña del señor-, valientes unos, fanfarrones otros, quienes fueron
se hallaron encuadrados en una disciplina de guerra en tierra extranjera y en condiciones
dificilísimas de clima y ambiente.
La División ganó: 2 cruces de Caballero de la Cruz de
Hierro, una de ellas con hojas de roble, 2 cruces de oro, 2.497 cruces de
hierro, 2.216 cruces del Merito Militar con espadas, innumerables distintivos pasadores
y ostmedaillen de 1942, mas una medalla especifica de la División,
ordenada por Hitler, distinción que ninguna otra unidad tuvo. Y por parte de España, ocho laureadas, 44
medallas militares y otras condecoraciones.
Cuando la División Azul abandonó Rusia, atrás quedaban dos
años de combates incesantes en condiciones casi inimaginables.
Atrás quedaban los compañeros, Román, Palacios, Escobedo, Patiño, Niño,
Gasa, Ordaz y tantos otros.
Atrás quedaban los muertos;
Muertos de Otensky, Possad, Tigoda, Nitlikinno.
El esperpento termino
poniéndose de rodillas. Dionisio vio cómo agitaba los hombros, como si su
esqueleto fuera sacudido por sollozos. Musitaba palabras tan débiles que no
alcanzaba a entenderlas. Las bengalas ardían permanentemente detrás del
espantajo. Un ventarrón empezó a aullar entre los pinos, entre los pingajos de
la aparición, que se tambaleaba y se agarraba a un cadáver para no dejarse
llevar. El espantajo terminó enfrentándose con el vendaval, gigantesco,
absurdo, esquelético, sin sangre y sin sexo, meciéndose violentamente junto a
los muertos, espantando los cuervos de la muerte, vigilando su cosecha segada.
Dionisio comprendió,
comprendió. Comprendió entonces que los muertos no quedan nunca solos. Y el
esperpento era la gloria del soldado, tremenda, desharrapada, insensible, con
la única misión de acompañar siempre a los caídos, de gritar junto a sus tumbas
la tremenda importancia de su sacrificio. Tremenda importancia, si, porque en
contra de lo mentido por algunos imbéciles, los soldados mueren siempre por una
causa maravillosa.
Hubo imbécil que aseguró que se emocionaba más ante una cuna que ante
una tumba. Es posible. Pero es que ese hombre nunca llevó un fusil, ni nunca vio
un hombre con los intestinos helados antes de morir. Lo curioso es que tampoco
tuvo hijos nunca.
Tomás Salvador