Monday, January 01, 2018

Banderas de nada.

Después de ver los resultados de las últimas elecciones en Cataluña, soy incapaz de encontrar palabras que puedan expresar un razonamiento lógico de lo que está sucediendo en esa sociedad.
La sociedad catalana está dividida como nunca lo había estado antes. Las empresas, los autónomos, los bancos, se van, se marchan por centenares.
Los pequeños ahorradores, igual que las grandes fortunas, sacan sus dineros de los bancos catalanes para llevarlos al lugar más próximo donde, en una eventual separación de Cataluña, no se queden fuera de la Unión Europea.
La economía catalana ha quedado tocada para los próximos cincuenta años.
Aquéllos Catalanes que, tratando de frenar este maremágnum de destrucción, optaron por votar a los partidos constitucionalistas, - que a pesar de los resultados en la obtención de escaños, fueron los más votados- intentan en este momento simplemente sobrevivir y no pensar en los acontecimientos que los han llevado a este estado de caos y miseria, ni en lo que va a pasar a partir de aquí.
Mientras aquellos fieles la ideología separatista, que aun viendo el grado decadencia y desolación a que la locura separatista ha llevado a Cataluña, se han convencido a sí mismos de que hay que seguir adelante con su quimera y, en una borrachera de fanatismo, seguir votando a la bandera.
¡Banderas, banderas! Se han instalado en la ruina, pero siguen votando a la bandera. Cataluña va a ser crucificada en aras de una utopía, una lucha por una supuesta libertad sin ser prisioneros de nadie. Unos rebeldes sin causa que se creerán vencedores cuando, en realidad, lo que hayan conseguido, será ser ciudadanos de un minúsculo país rodeado de fronteras sin acceso ni al mercado español ni al europeo.
Un hecho éste, que los situará en una condición muy precaria.
Arruinados, quebrados y obligados a enseñar el pasaporte simplemente para ir de Lérida a Zaragoza. Encerrados dentro de sus propias fronteras y proclamando que por fin son libres.

Eso es lo que se puede llamar, “amplitud de miras”, sí señor.

La ultima Chochada.

Es un hecho. Cada día estoy más convencido de que este es un país de borregos.
Usamos la tatica del camarón, avanzamos hacia atrás.
Quizás, esto, aquéllos, menores de cuarenta años ni lo sepan ni lo noten, pero desde que Franco palmó, y la dictadura tocó a su fin, las imposiciones, exigencias y obligaciones impuestas por el Estado, o mejor dicho, por el Gobierno y, especialmente, los Gobiernos de nuestras respetivas Autonomías, Alcaldías, municipios y autoridades varias, se han quintuplicado.
O dicho de otra manera, que desde que tenemos libertad y democracia, nuestra libertad y democracia se ha ido a hacer puñetas.
Antes, durante la dictadura, a la hora escribir, había que tener cuidado con algunas de las cosas que querrías decir pero no decías, por aquello de la censura franquista.
Ahora, con la democracia, a la hora de escribir, hay que tener cuidado con el triple de cosas, que antes, que querrías decir pero no dices, porque que pueden no ser `políticamente correcto•.
Total, que es tal el grado de libertad del que gozamos actualmente en España, que hay sitios, que por poner la Bandera de España, en tu balcón, te pueden dejar un aviso amenazante compeliéndote a retirar dicha bandera y llamándote fascista, esto en el mejor de los casos, o quemándote la casa y dándote una paliza en el peor.
Y esto no ocurre solo en lugares como el País Vasco o Cataluña, donde ha engendrado un nacionalismo de campanario. Ese nacionalismo rancio y fanático hasta el tuétano, que nace de unos individuos que creen a pie juntillas que el individuo que habita en otro pueblo, aunque de ese pueblo hayan salido sus padres y abuelos, y parte de su familia todavía siga viviendo allí, es un ser inferior con el que hay que compartir el menor número de cosas posibles.
-O sea, un nacionalismo tipo Rufián-
Eso te puede pasar también en Galicia, Baleares o Valencia. Y si me apuran mucho, casi estoy por decir que en cualquier parte de España, pues no hay lugar en este país que no tenga su cabestro de cabecera.
Pero la guinda del pastel, de toda esta libertad, la ha puesto la alcalde de Madrid, la señora Manuela Carmena, que, en su última chochada, ha impuestos a los madrileños calles de dirección única. Sí señor, digo, señora, calles de dirección única, con un par.
Y los madrileños, aquellos habitantes del lugar donde se alzaron el Dos de Mayo, contra Napoleón, refunfuñan y acatan.

¿Somos o no somos borregos?