Banderas de nada.
Después de ver los
resultados de las últimas elecciones en Cataluña, soy incapaz de
encontrar palabras que puedan expresar un razonamiento lógico de lo
que está sucediendo en esa sociedad.
La sociedad catalana
está dividida como nunca lo había estado antes. Las empresas, los
autónomos, los bancos, se van, se marchan por centenares.
Los pequeños
ahorradores, igual que las grandes fortunas, sacan sus dineros de los
bancos catalanes para llevarlos al lugar más próximo donde, en una
eventual separación de Cataluña, no se queden fuera de la Unión
Europea.
La economía
catalana ha quedado tocada para los próximos cincuenta años.
Aquéllos Catalanes
que, tratando de frenar este maremágnum de destrucción, optaron por
votar a los partidos constitucionalistas, - que a pesar de los
resultados en la obtención de escaños, fueron los más votados-
intentan en este momento simplemente sobrevivir y no pensar en los
acontecimientos que los han llevado a este estado de caos y miseria,
ni en lo que va a pasar a partir de aquí.
Mientras aquellos
fieles la ideología separatista, que aun viendo el grado decadencia
y desolación a que la locura separatista ha llevado a Cataluña, se
han convencido a sí mismos de que hay que seguir adelante con su
quimera y, en una borrachera de fanatismo, seguir votando a la
bandera.
¡Banderas,
banderas! Se han instalado en la ruina, pero siguen votando a la
bandera. Cataluña va a ser crucificada en aras de una utopía, una
lucha por una supuesta libertad sin ser prisioneros de nadie. Unos
rebeldes sin causa que se creerán vencedores cuando, en realidad, lo
que hayan conseguido, será ser ciudadanos de un minúsculo país
rodeado de fronteras sin acceso ni al mercado español ni al europeo.
Un hecho éste, que
los situará en una condición muy precaria.
Arruinados,
quebrados y obligados a enseñar el pasaporte simplemente para ir de
Lérida a Zaragoza. Encerrados dentro de sus propias fronteras y
proclamando que por fin son libres.
Eso es lo que se
puede llamar, “amplitud de miras”, sí señor.